La Bella Diferencia y más allá

En 1980, al conmemorarse los cincuenta años de la aparición de El malestar en la cultura de Freud, escribí un trabajo que llevaba por título: «Algunas consecuencias políticas de la diferencia psíquica entre los sexos».

La paráfrasis del título del artículo de Freud de 1925 es suficientemente clara. Ese trabajo sólo fué publicado en español, por lo que voy a apoyarme en él como punto de referencia para retormar la reflexión en la excelente oportunidad que este encuentro posibilita.

Podemos saltear muchos puntos de nuestro recorrido inicial y darlos por ya conocidos: la famosa discusión en el seno de la institución psicoanalítica acerca de la fase fálica, el repaso de los posicionamientos freudianos y las impasses provocadas por la envidia del pene en el análisis de las mujeres y por la angustia de castración en el de los hombres.

Para salir de la opción naturalista de Jones: «Dios los creó hombre y mujer», podríamos decir que si Dios los creó, los creó ni hombre ni mujer, sino distintos, uno y otro. Es bien conocido que para el niño la diferencia de los géneros precede a la diferencia de los sexos. Podríamos decir que la diferencia está desde siempre, en el plano del significante, en el orden simbólico, desde donde distribuye emblemas y atributos de género. Estos atributos se resignificarán a partir del reconocimiento de la diferencia sexual por el camino de las identificaciones que llevarán al ser humano a asumirse, a subjetivarse como hombre o como mujer.

Sospechamos que aquí yace la razón de los fracasos en los intentos de definición de lo masculino y lo femenino, homologados a la oposición activo/pasivo, según la equívoca metáfora biológica del espermatozoide y el óvulo. Porque la significación de lo masculino y de lo femenino no posee ninguna esencialidad natural, ningún en sí, sino que adquiere diferentes modalidades según una historicidad socialmente determinada y con variantes culturales sobreimpuestas.

Si lo que aparece como femenino o masculino es cambiante a lo largo de la historia y entre diferentes culturas, cabe la pregunta: ¿cuál o cuáles son las constantes que tienen un carácter estructurante y fundante? Y responder: lo que es fundante es la diferencia entre los sexos, siendo esa diferencia efecto del significante. De allí la promoción al primer plano del significante Falo, significante de la diferencia.

La narrativa del Edipo, por todos conocida, se cimenta en la ley de prohibición del incesto, con su doble aspecto de prohibición y promesa: en su enunciado más simple, prohibe al hijo yacer con la madre, y a la madre reintegrar su producto. En su aspecto de promesa, ofrece a los hombres la posibilidad postergada de acceso a otras mujeres. ¿Y a las mujeres? ¿Qué objeto se les ofrece a cambio de la renuncia al objeto de su deseo? ¿es acaso ese hijo? Sí; eso se les ofrece, pero sobre el trasfondo conocido de tener que entregarlo al mundo de la cultura.

La pregunta tantas veces formulada «¿Qué quiere una mujer?» y que ha despertado perplejidades innúmeras, debiera dirigirse a la ley misma que hace de las mujeres la mercancía de intercambio en la sociedad de los hombres.

Quizá en ésta asimetría radical encontremos una de las razones de las conocidas reflexiones de Freud acerca de la oposición de las mujeres a la cultura, que tantas y tan justificadas reacciones depertó. Pero no nos inclinamos por esta pendiente que nos lleva a un sociologismo de bajo cuño. Hay un camino más específicamente psicoanalítico para pensarlo: el acceso a la subjetividad está marcado por la castración; sólo en tanto castrado un hombre puede dirigirse a una mujer y hacerla objeto de su deseo. También la mujer, sólo en tanto castrada puede buscar a un hombre y, dándole una atribución fálica, esperar de él un hijo, sin que en ello se agote su deseo. La maternidad es todo menos natural, como siempre se supo y como ahora lo muestran las nuevas técnicas de reproducción.

Estos nexos entre castración y sexualidad son la razón de la inexistencia de la relación sexual en el decir de Lacan. La diferencia de los sexos está así fundada por la castración que pone en juego, de entrada, la lucha entre los sexos. Lejos de haber oposición entre familia y mujeres de un lado y sociedad y cultura del otro, como llegó a sostenerlo Freud (El malestar en la cultura), es necesario pensar que es la castración la que produce en un solo movimiento a la familia y a la sociedad. La lucha entre los sexos, que sí existe, está en el interior y en el fundamento de la familia. Es lucha por anular la castración, es lucha por un falo imposible que ninguno puede tener ni ser. Porque hay una grieta irreductible en la sexualidad es que existe la cultura. Tal es el planteo freudiano.

En estos desarrollos encontramos la razón para sostener que la cultura y la familia son falocéntricas. El falo es central en tanto significante de la castración. Si el falocentrismo es efecto de la primacía del significante fálico en relación con la castración simbólica, la falocracia emana de un orden totalmente distinto y contingente, no necesario: es la manera en que la diferencia se organiza como apropiación de privilegios y poderes derivando un ordenamiento jerárquico de dominio y sumisión. Nada en el psicoanálisis autoriza a hacer de la diferencia una jerarquía. Si en la metáfora paterna el nombre del padre viene a sustituir al deseo de la madre, debemos recordar que ambos se sostienen en la castración: sólo atravesando la castración se produce el Deseo de la Madre, y, en cuanto al padre recordemos que el Nombre-del-Padre, es también el No-hombre del padre, aquello que el padre no es y por lo que todo padre está en falta, esa marca de la cultura que expresa la sujetación de ese padre al discurso del Otro, su necesaria tachadura significante.

Hasta aquí hemos condensado nuestra postulación anterior, la de 1980, que fue discutida desde variadas perspectivas en el libro que editamos con Marta Lamas: La bella (in)diferencia, Siglo 21, México, 1986.

Habría que agregar que lo que hemos expuesto parece escrito alrededor de la obliteración de un nombre, el de Jaques Derrida, y la ausencia de un término fundamental de su conceptualización: el de différance. Debo asumir la responsabilidad de esa omisión a cuenta de mi ignorancia, en aquel entonces, de la obra de Derrida. Esta aclaración no se justifica como búsqueda de un padrinazgo intelectual, sino que se impone más bien como una referencia obligada cuando conceptualicemos el goce femenino, tal como lo propuso y lo definió Lacan en el Seminario Encore.

Para abordar la temática que guía este encuentro (On sexuation) empezaría por una nueva pregunta: ¿Qué tiene todavía por decirnos el psicoanálisis sobre la diferencia de los sexos? Debemos avanzar porque lo formulado en el trabajo que vengo de resumir está guiado por la reflexión lacaniana en sus dos escritos Ideas directivas para un congreso de sexualidad femenina y La significación del falo, trabajos señeros pero superados por la continuación del discurso de Lacan después de aquel lejano 1960. Es necesario ir más allá.

Hemos venido mostrando la insistencia lacaniana por subrayar el carácter significante del falo. Sin embargo, la experiencia clínica empuja a Lacan a postular algo más allá del significante, algo irreductible al significante y que, a falta de mejor nombre, llamó con el nombre de registro de lo Real.

La nueva conceptualidad se hace evidente al llegar al seminario Encore donde aparecen esas famosas fórmulas de la sexuación que sirvieron para bautizar este encuentro. El término ‘sexuación’ mismo trata, en un sólo movimiento, de resolver aporías y definir posiciones. Hablar de sexuación implica sacar el dilema del campo biológico para plantearlo en términos estrictamente psicoanalíticos. Hombres y mujeres no son un dato primero, habrán sido tales, de acuerdo a sus posicionamientos en la relación con el partenaire y con los lugares adjudicados. ¿Significa esto caer en una vertiente historicista o culturalista de los modos de asunción de la sexualidad? No nos parece que sea el caso ni que sea pertinente pensarlo así.

El posicionamiento de los sujetos, de uno u otro lado de las fórmulas de la sexuación resulta de una determinación inconsciente. La presencia del falo como significante de lo que falta es la que establece el nexo asimétrico entre las dos posiciones. La castración afecta a hombres y mujeres aunque de distinta manera. El falo, responsable de todos los efectos de significación, marca un límite en el que se contruye la relación fantasmática entre los sexos que no dejará de incluir sus aspectos imagiarios y reales. Desde el lado masculino, su partenaire se ubicará como objeto del fantasma; desde el lado femenino nos encontraremos con la partición, de un lado ella se relacionará con su partenaire invistiéndolo de valor fálico, pero por el otro lado, se dirigirá a llenar la falta en el Otro.

Allí ubica Lacan su concepto problemático del goce femenino.

Quiero centrarme en el goce femenino para matizar una larga polémica. Es conocida la confrontación entre Lacan y Derrida acerca de ese lugar trascendental que el falo ocupa en la teoría psicoanalítica Aún si se le reconoce como significante de una falta, no deja de retener un lugar privilegiado (Cf., J. Derrida: Posiciones). La insistencia con que los analistas nos esmeramos en aclarar que la diferencia no implica justificar ninguna clase de jerarquía tiene todas las características de una denegación.

La postulación del goce femenino, marca un más allá del significante fálico. Estamos ante una cuestón de límites, de bordes, de origen. Y sabemos bien que el origen no puede ser originario. Tiene un más allá, aunque ese más allá sólo sea alcanzable atravesando la marca fálica.

El hecho que Lacan designe a este otro goce como goce suplementario no parece ser el resultado de una mera coincidencia terminológica con Derrida.

Es imposible recurrir al término de suplemento sin tener en cuenta el trabajo de Derrida en De la gramatología cuando, luego de analizar el Ensayo sobre el origen de las lenguas de Rousseau, propone una nueva lógica del suplemento (En ese texto se trataba del carácter secundario y suplementario atribuído por Rousseau a la escritura en relación con el habla):

«el suplemento, que no es simplemente ni el significante ni el representante… El suplemento viene en el lugar de un desfallecimiento, de un no-significado o de un no-representado, de una no presencia. No hay ningún presente antes de él, por lo tanto no està precedido más que por sí mismo, es decir, por otro suplemento… Uno quiere remontarse del suplemento a la fuente: debe reconocerse que hay suplemento en la fuente» (p.382/3)

y poco más adelante:

«… la esencia extraña del suplemento consiste en no poseer esencialidad: siempre puede no tener lugar… jamás está presente, aquí, ahora… El suplemento no es ni una presencia ni una ausencia. Ninguna ontología puede pensar su operación.»

Si nos hemos detenido en estas citas del texto de Derrida es sólo para subrayar que estas definiciones del suplemento cuadran perfectamente para abordar la conceptualización hecha por Lacan del goce femenino, él también suplementario. Es suplementario en el sentido derrideano del término.

Sostenemos la hipótesis de que la reflexión lacaniana acerca de la sexualidad femenina se da en un silencioso intercambio con las observaciones críticas de Derrida. Lacan nunca dejó de críticar las pretensiones del «falogocentrismo». Sin embargo tomó seriamente en cuenta sus objeciones y las introdujo en su reflexión tratando de darles un lugar y una respuesta. Lacan tuvo abundantes seguidores, alumnos y repetidores pero, en verdad, pocos interlocutores; a nuestro entender Derrida ha sido uno de ellos.

La propuesta del goce femenino como goce suplementario al goce fálico ejerce indirectamente un efecto sobre nuestro primer planteo de las consecuencias políticas de la diferencia. Aquí es necesario establecer claramente que el psicoanálisis no sostiene ni impugna ninguna posición política en relación a la diferencia entre los sexos, porque no tiene allí nada que defender que corresponda a su campo; sin embargo puede dar inteligibilidad a ciertos fenómenos. La deconstrucción del falicismo que introduce el otro goce, el femenino, muestra que toda diferencia implica una jerarquía, pero también que no hay jerarquía que se sostenga sin el suplemento en el cual se funda. Nada es causa de sí y todo origen inaugura al mismo tiempo su más allá.

Las fórmulas de la sexuación plantean numerosos interrogantes. Se aprecia que tienen una parte lógica, la de la mitad superior que recurre a la lógica simbólica, y otra parte descriptiva, la de la mitad inferior, donde están escritos los matemas más o menos conocidos a través de la enseñanza misma de Lacan.

Muchos elementos psicoanalíticos están presentes en ese cuadro. La castración, que instaura la división subjetiva para todo sujeto, crea y funda la posibilidad fantasmática con los desbordes imaginarios en que estarán presas todas las relaciones. La estructura fantasmática sólo puede sostenerse sobre el objeto faltante. Uno de los méritos mayores de esta esquematización es romper con el lastre de la biología, para ubicar a la sexualidad en ese más allá donde el falo, como significante, inaugura el juego de las ficciones, haciendo posible la imaginarización y también la fantasmatización del deseo. En éste desfile del amor nadie es, ningún significante podría, de por sí, dar cuenta del ser (hombre o mujer). Porque hay algo que se escapa debemos asumir el parecer (parêtre). En este juego de ficcíones se encienden la pasión, el deseo y también el odio.

La diferenciación de los goces da nueva forma y contenido a la lucha entre los sexos. El goce faltante en su dimensión imaginaria preside lo neurótico de toda relación: el otro goza o el otro es el enemigo de mi goce.

¿Qué será ese goce que a ella la colma? ¿Cuál es la fantasía de la erección permanente solicitada al falo? Ni uno ni otro lo tienen, unos y otras se engañan y, porque se engañan, juegan, desean, aman y odian… mascarada de unos y otros que es tal vez la esencia de la sexualidad por lo que los que no se dejan engañar erran, como los nibelungos que creían poder sustraerse al amor.

Pero también en esta diferencia de los goces encontramos la matriz y el modelo de la irracionalidad presente en todos los enfrentamientos, el fanatismo de las pequeñas diferencias ligado con la especularidad, y ligado además al fantasma de que ese otro encarna y personifica en lo imaginario al que se ha apropiado de mi goce. Esta es tal vez la matriz de los fundamentalismos y tal vez la razón de que todo enfrentamiento sea siempre, básicamente, un enfrentamiento sexual, reafirmando que la realidad del inconsciente es sexual.

Pero no sólo La mujer no existe, tal vez tampoco El hombre, y eso por suerte. De existir, ella sería el presidente Schreber, encarnación pura de La mujer, y él, El hombre, de existir sería el horrible padre de la horda primitiva.

Frida Saal

México, marzo de 1997

Este trabajo fue presentado por la autora en traducción al inglés en la International Conference on Sexuation, Nueva York, Columbia University, abril de 1997.

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